VICTIMISMO

Oscar Bendicho

Cuando una persona se muestra constantemente desde la parte víctima está desvalorizando su propia capacidad de autocuidado, mostrándose desde su carencia a la espera de ser atendida.

Como ya he comentado en otros artículos, atender a la herida es una parte imprescindible del proceso de sanación. Una persona que ha sufrido durante la infancia (y en general las minorías sexuales sufrimos bastante) debe reconocer ese sufrimiento, entenderlo y darse permiso para dolerse y quejarse, incluso para enfadarse.

Pero este proceso tiene que prescribir u ocupar un lugar menos protagonista. Si hacemos un símil con el proceso de duelo, es necesario estar un tiempo en ese dolor, darse espacio para llorar y enfadarse, pero tampoco es saludable quedarse toda la vida de luto.

Permanecer en el victimismo suponer no haber terminado el proceso de empoderamiento; es preciso dar un paso adelante y aprender a cuidarse de uno mismo y no vivir anclado al dolor de pasado.

Una persona que ha sufrido agravio en su pasado, puede pretender pasarse la vida lamentándose y esperando ser recompensada por su sufrimiento. Es preciso revisar y poner conciencia en este patrón de funcionamiento ya que es probable que no esté siendo consciente de esta forma de comportarse. Esperar que la comprensión y la compasión llegue de fuera, promueve la dependencia y no desarrolla el autoapoyo.

Normalmente, la persona que se queda anclada en el victimismo se ha sentido abandonada en la infancia y arrastra este dolor de manera intensa (para que el miedo al abandono aparezca no es preciso que haya habido un abandono real, es suficiente con que el niño o la niña lo haya sentido). Para superar ese sentimiento de desamparo se precisa de una toma de conciencia de cómo se ha establecido y de cómo se mantiene ese patrón de funcionamiento para que aminore el dolor y no le arrastre.

Cuando se ha sentido abandono en la infancia, cualquier cosa que lleve a sentir esa sensación se convierte en un gran dolor. El desamparo y angustia que provoca el abandono en la niñez es difícil de hacer que desaparezca y en la adultez esa terrible angustia se actualiza cada vez que aparece una situación que, aunque no sea realmente abandónica, provoque un enganche con aquella emoción del pasado.

Por ejemplo: para una persona muy sensible a sentirse abandonada, el hecho de no ser invitada a una celebración puede provocar una reacción emocional desproporcionada para la situación concreta. Ante un estímulo que puede entenderse como molesto, la no invitación, la emoción que aparece es antigua, es aquella del abandono en la infancia. Este dolor que tiene más que ver con la historia emocional de la persona que con la situación concreta actual, hace que sea incapaz de soportar la frustración y/o analizar otras razones para la no invitación.

Para entender la angustia que siente una criatura, debemos considerar que en la infancia el abandono supondría la muerte; de forma que cuando en la adultez se reaviva esa emoción se activa un mecanismo de supervivencia que imposibilita ver más allá del propio miedo.

El hecho de estar tan en contacto con el propio dolor imposibilita empatizar, desaparece la posibilidad de ver al otro. Desde la atención a su herida se siente con derecho a que el entorno le esté continuamente cuidando y atendiendo, con la paradoja de que nunca lo que recibe le es suficiente, ya que el agujero emocional es tan grande que nada lo llena.

Por lo cual el trabajo personal consiste en tomar conciencia de que el dolor proviene de su propia carencia y no tanto de lo que ahora le hacen los demás. Para reforzar su autoestima debe mirar hacia dentro, haciéndose consciente de sus capacidades, dejando de buscar siempre el refuerzo en la mirada exterior. “Soy una persona adulta y tengo recursos para cuidarme”.

 Si no hay conciencia de este vacío, el nivel de exigencia con el entorno puede provocar que éste se canse y se produzca la fantasía temida, el abandono; con lo cual se vuelve a abrir la herida, confirmándose la hipótesis de que siempre le abandonan y no haciéndose cargo de su responsabilidad.

POLARIDAD VÍCTIMA-LUCHADOR

Como siempre que se plantea un análisis de la conducta desde las polaridades, la idea es ampliar la gama de posibles respuestas entre los dos extremos en función de la situación a la que nos enfrentamos. En el caso de esta polaridad sería darse permiso a estar en la queja y a darse pena y también de pelearse por lo propio; valorando toda la gama de grises entre el blanco y el negro.

A veces, quedarse en el victimismo tiene que ver con no darse permiso a desarrollar su polaridad peleona. Las minorías asumen fácilmente su estatus de inferioridad, se permiten quejarse pero no pelearse ni luchar. El proceso de socialización tradicional y conservador se encarga de que aquellas personas que salen de la norma vayan asumiendo su condición marginal y besen la mano de su verdugo. Cuando no existen cauces para canalizar esa rabia solemos tender a soterrarla, sin ser conscientes de su existencia ni del daño que provoca contenerla en nuestro interior.

La rabia es una emoción llena de energía, de tal manera que si la reconocemos en nuestro interior nos lleva a actuar. Darse cuenta del enfado y hacerlo explicito puede ayudar a superar la resignación de la víctima, que debe encontrar formas para su expresión que le resulten adaptativas y coherentes con su código de valores.