Jose Antonio Espinosa
“El gato estaba sentado en la oreja del sillón. Aún no había entrado en la sala cuando su cabeza giró instantáneamente y nos miramos fijamente a los ojos. Sostuvimos la mirada como un auténtico flechazo, y tras unos segundos, cada uno siguió en su tarea, yo comiendo un plátano y el gato lamiendo sus patas y acicalándose los bigotes”.
A los pocos días de nacer, siendo bebés, utilizamos la mirada como la primera herramienta de la que disponemos para generar un contacto con el otro. De esta manera sentimos que estamos en el mundo. Hay alguien que nos atiende y atendemos a su vez a otra persona. La sutileza que se nos va revelando al utilizar nuestra mirada nos lleva a la comunicación, y a través de ello podemos mostrar cómo nos sentimos y qué necesitamos del otro. Esto que resulta tan sencillo y normalizado, es nuestro instinto social, de supervivencia, de generar vínculos.
La mirada que nos sirvió para relacionarnos con nuestros padres, nuestros hermanos, nuestros amigos, llegada la adolescencia nos descubre otra manera de contactar con el otro, lo que denominamos como “el gustar”. Esto sucede cuando al mirar de manera aleatoria o intencionada a una persona nos damos cuenta de que nos atrae, como la polilla a la luz, sin saber por qué, sin razón, pero ya la hemos visto, no hay vuelta atrás, la mirada ha despertado al instinto del deseo.
¿Y cómo hacer para que la otra persona sepa de mí, de mi atracción por ella? La buscamos con la mirada y esperamos que esta sea correspondida, fijada, durante unos segundos, los necesarios para darnos cuenta de que somos correspondidos o no.
En ocasiones otros factores perturbadores del instinto nos bloquean y hacen temer la negativa, y es ahí donde la mirada nos delata, la agachamos y evitamos que la persona deseada se cruce en nuestro campo visual. “Oh, ya nunca podré conseguirla”, y es ahí donde la otra persona puede sorprendernos con la búsqueda de nuestros ojos, nuestra mirada y ese gesto particular que la hace bella.
Pienso que aún hoy hay instintos del ser humano por descubrir y que no somos capaces de comprender. Desde mi adolescencia hasta mi actual adultez he ido examinando un instinto particular y que noto agudizado en hombres homosexuales, “la mirada del gato”. Es la capacidad innata de saber que aquel hombre, justo aquel que está entre la multitud, o aquel que se acaba de subir al autobús, o el profesor particular que te da clases de historia del arte, es homosexual. Y aún más, ese hombre también sabe que tú lo eres. Y es ahí donde se fijan las miradas, apenas medio segundo, y ambos sabéis que hay alguna posibilidad de haber algo entre los dos.
Como toda mirada social, para relacionarnos y comunicarnos, son las sutilezas, la duración, el gesto particular, los que nos indican si hay algo más que un darse cuenta, si hay atracción, deseo, y quién sabe, amor.
Esto no quita que, como cualquier persona de cualquier orientación sexual, haya una búsqueda activa del otro por una necesidad imperante de encontrar alguien con el cual entablar una amistad, una relación sexual o una pareja. Aquí estaríamos hablando de otra cosa.
Así que ya sabes, tan solo hay que atreverse a levantar la mirada del suelo, fijarla al frente, y dejar fluir a nuestro instinto utilizando “la mirada del gato”.